En la clínica Mohinos de Porto Alegre, el doctor Renato Viera la recibió. No fue fácil convencerla de ir a verlo, mucho menos sencillo fue que una vez en la clínica aceptara entrar al consultorio, visitado en el pasado por Sarita Montiel. Los vaivenes de la política: una década alguien apuesta a la lucha armada contra la dictadura y a los malos vicios de la burguesía. En otra, con varios años encima, entra en los dominios de un cirujano plástico para planear una revolución cosmética. Su imagen debía ser más amable, menos ruda, más fresca. Era preciso sonreír, alguien dijo que los votos se conquistan con sonrisas.

En el campo de la cirugía estética brasileña las manos del doctor Viera tienen una reputación similar a la de Luiz Inácio Lula en la plaza pública. Dilma Rousseff era la carta fuerte del Partido de los Trabajadores para las elecciones presidenciales y de su atención sólo se podían ocupar los mejores. Lula, el líder, el presidente, contribuyó en ese difícil camino hacia el convencimiento. Después de cuatro intentos fallidos para llegar a la Presidencia, pudo vencer cuando su consejero le recomendó despoblar su barba, bajar de peso y vestir elegante. El futuro del partido estaba en juego.

La nueva líder que el Partido de los Trabajadores estaba impulsando desde sus entrañas tenía que verse diferente, arrojar el pudor a la vera del camino y contagiarse de vanidad. Un año antes de las elecciones comenzaría el cambio. ¿Qué tal si un seguidor deseaba tomarse una fotografía con ella a la salida de un mitin?, ¿querría una mujer cualquiera parecerse a la líder política aún sabiendo que Lula se extendía en elogios por sus capacidades? No, con comentarios que en ocasiones excedían la ironía, la candidata era distinguida entre las risas de los brasileños por ser "el patito feo de la política".

En algún apartado de la historia médica de la presidenta se encuentra entonces el día en que Viera le practicó una bioplastia. Sin utilizar el bisturí, el cirujano inyectó metacrilato bajo la piel y lo moldeó como los ceramistas tratan la arcilla. Dio un nuevo aire a los párpados, respingó la nariz y borró arrugas. Así también se borraron las huellas del cáncer linfático que le fue diagnosticado el año pasado y se fueron las preocupaciones sobre si su enfermedad podría ser superada. Tiempos duros quedaron atrás, apariciones públicas en las que pelucas sustituían el pelo que caía con cada quimioterapia y en las que se esforzaba por parecer una mujer imperturbable.

Su rejuvenecimiento facial estuvo acompañado por una liga extraordinaria de especialistas en todas las áreas de la imagen. Tras Viera apareció Celso Kamura, el estilista preferido por las celebridades de la televisión brasileña. Decidió darles un toque moderno a los cabellos que de nuevo crecían peinándolos hacia arriba y aclarándolos mientras la primera dama de Brasil, Marisa Leticia da Silva, le daba tiempo a su maquilladora Ivette Leloir para que participara del proyecto e iluminara el nuevo rostro. Joao Santana, el asesor de imagen de Lula, la convenció de cambiar las gafas por lentes de contacto y sus viejos vestidos por trajes modernos, lino y seda de tonos encendidos. El trabajo lo completó la ex periodista Olga Curado, a quien correspondió la tarea de mejorar la dicción de la candidata dejando a un lado los tecnicismos y universalizando su lenguaje.

El alivio de Rousseff fue al mismo tiempo el alivio de su grupo político. Después de que José Dirceu, quien iba camino a suceder a Lula, se apartó de la vida pública salpicado por un escándalo de corrupción, el Partido de los Trabajadores se vio en la necesidad de revisar hacia dentro, en lo profundo de sus aguas, para hallar un nuevo "delfín". Entonces apareció Dilma Rousseff: inteligente, capaz, mujer. Jamás había sido electa popularmente y el partido debería aceitar toda su maquinara para ponerla en lo más alto.

Crimen y castigo

Se llamaba Pedro Rousseff, pocos lo sabían, nadie lo conocía. Llegó un día cualquiera a Belo Horizonte para levantar una nueva vida desde los escombros de su propia existencia. Su pasado estaba en Bulgaria en la militancia del Partido Comunista. Vivió el fin de la guerra en Francia y después tomó rumbo a Brasil.

El señor Pedro, con sus maneras europeas, había tenido la fortuna de encontrarse con un buen trabajo explotando los conocimientos sobre el acero que había cosechado laborando para la Unión Soviética y se enamoró de una lugareña de nombre Dilma Koimbra, de una belleza exótica difícil de encontrar en tierras frías. De los dos nació la nueva presidenta de Brasil, heredera del nombre de su madre, hija de un inmigrante que conservaba en su cabeza las ideas más fuertes de la izquierda radical.

En sus primeros años la pequeña Dilma Vana Rousseff recibió clases privadas de profesores europeos, lecciones de francés y de piano clásico. Brasil era un buen país, pero quizás aún no estaba preparado para educar a una Rousseff. Pasaron los años y la confianza fue llegando como una consecuencia de la costumbre. La joven, por decisión propia, dejó a los 15 años su primer colegio, demasiado conservador para su curiosidad, limitado para entender a Rodion Raskolnikov, el personaje de su admirado Dostoievski que se expresaba en frases como: "Ya que ves la estupidez de los demás, ¿por qué no buscas el modo de mostrarte más inteligente que ellos?".

Ser más inteligente significaba oponerse al gobierno militar, impulsar el socialismo desde sus bases juveniles y evangelizar con el legado marxista. Desde la aulas Rousseff dejó ver su vena subversiva, que crecía como un manantial frente a la injusticia. La vía al poder estaba cercada por convoyes castrenses y la represión caminaba entre la juventud que hablaba el lenguaje de la revolución. La lucha armada fue para ella una consecuencia de sus frustraciones políticas y en cuestión de días comenzó a llamarse Wanda y a alinearse en las filas del Comando de Liberación Nacional (Colina) y posteriormente, tras una fusión con otros grupos armados, a formar parte de la Armada Revolucionaria Palmares.

Robó bancos, aprendió a andar con un revólver, se entrenó con los Tupamaros en Uruguay y se movió de Belo Horizonte a Río de Janeiro y de Río a São Paulo, era buena con los números y manejaba las finanzas. En los resguardos de la subversión urbana conoció a Carlos Franklin Paixão de Araújo, el padre de su hija y el amor de su vida, según sus palabras. "Ay, mi querido, no voy a responder eso. Tengo una hija y soy abuela, por el amor de Dios, no voy a tener este nivel de discusión", respondió a un periodista cuando le preguntó si era cierto que le gustaban las mujeres.

Una noche negra los militares llegaron hasta un bar de la Rua Augusta de São Paulo, Wanda trató de huir pero no le fue posible. Su ideario político fue su crimen y su castigo. Vinieron torturas y sufrimientos, y también llegaron los saludos pocos gratos del señalado corrupto ex gobernador del Estado de São Paulo, Ademar Barrios, a quien la Vanguardia Revolucionaria robó su caja fuerte (US$2,5 millones en 1969). A finales de los 70, con amnistías de por medio, Dilma terminó su carrera de Economía en la Universidad Federal de Río Grande do Sul, la ciudad desde la que quiso comenzar un nuevo destino junto a Paixão de Araújo, ex convicto igualmente, sin poder olvidar las fuertes electrocuciones que padeció en la cárcel. "Nadie sale de eso sin marcas", aseguró a la revista Perfil.

Vivió con Araújo durante 30 años hasta que descubrió que le era infiel. El hombre por el que estaba dispuesta a dar hasta su vida tenía un romance con otra mujer. Y no sólo eso, fruto de ese amor existía un hijo. Rousseff no soportó la traición y lo abandonó en plena calle. Años después, cuando las heridas sanaron, volvieron a hablar. Ahora son buenos amigos. Él la cuidó en los días más difíciles del cáncer y la apoyó en los momentos más duros de la campaña. Como aquel cuando la prensa opositora la señaló de ser atea. Difícil acusación en un país profundamente católico que la llevó a lo más bajo en las encuestas. A los pocos días, la campaña distribuyó una foto de la candidata en una iglesia durante el bautizo de su nieto Gabriel. Araújo estaba a su lado y subía de nuevo en los sondeos. Lula terminó de hacer el trabajo cuando en un multitudinario mitin dio testimonio de la profunda fe católica de su elegida.

El largo camino hasta la presidencia por fin llegó a su fin, hoy Dilma Rousseff, a los 62 años, tiene motivos para estar satisfecha y para darle las gracias a ese guardián político que dejó el poder con un popularidad superior al 80%. La era de Rousseff está por comenzar y Lula celebra a su lado.

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El Espectador